LA
MANDA
Noel
Irán Bustillos Gardea
Llegó
al pueblito de El Tizonazo a pagar la promesa hecha un año antes al
Santo Señor de los Guerreros.
Caía
la tarde cuando se acercó a la capilla y pacientemente se fue
abriendo paso para llegar hasta el altar y postrarse ante la imagen,
como hombre de fe que era. De fe y de palabra, porque en un momento
difícil empeñó su palabra y estaba ahí para cumplir.
Viajó
solo, caminó cinco días a pie desde Parral, se perdió en el camino
y tuvo que desandar un buen tramo. A esa hora de la tarde se sentía
cansado, pero satisfecho. Tuvo que ceder el lugar ante el altar y
frente a la imagen del Señor de los Guerreros a una mujer bastante
mayor que parecía muy ansiosa y otra vez se abrió camino
pacientemente para salir de la capilla.
En
el atrio le pegó el sol de frente y se detuvo un momento. Además de
la luz, le llegaron de golpe los sonidos, los olores y todo el
colorido de la fiesta. Una gran fiesta, la feria del pueblo, en honor
del santo. Gritos de vendedores de todo tipo de artículos, música
norteña, corridos, canciones de ritmo duranguense. El festejo
popular se percibía en grande más allá del atrio, porque ahí
dentro aún se respiraba algo de fervor religioso, con los grupos de
danzantes de matachines y las pretendidas danzas prehispánicas.
Siguió
caminando. Le pareció que pasaba de un mundo a otro en un instante,
pero habitado por las mismas almas. Algunos de los mismos rostros
serios que un momento antes vio dentro de la capilla, se aparecían
ahora, con la intención dibujada de correrse una parranda.
Aquí
un puesto de discos piratas, más allá uno de carnitas, enseguida
otro de baratijas chinas, en una camioneta vendían pomadas y
remedios para curar todas las enfermedades. Siguió caminando y se
detuvo a curiosear donde vendían sillas de montar, riendas,
cabezadas, frenos, pitas, espuelas y un montón de cosas que él
sabía que le hacían falta allá en el rancho.
Tenía
hambre. El olor de los puestos de comida le recordó que ese día
apenas había tomado pinole un par de veces mientras tomaba un
descanso en el camino. Cualquier lugar es bueno, pensó mientras se
acomodaba en un banco de madera, frente a un letrero que anunciaba
tacos de carne asada a 35 la orden y junto a un anuncio de cerveza.
—Por los que saben lo que quieren— rezaba el cartel en el
que resaltaba el color rojo. El anuncio le disparó la sed y además
de los tacos, pidió una cerveza.
Casi
se terminó la cerveza para cuando llegaron los tacos, tan bien le
supo, que pidió otra, una orden más de tacos, otra cerveza y otra.
Mañana
me regreso en camión, pensó. Pero mientras tanto, qué bien me
están cayendo estas cervecitas.
Casi
oscurecía y aún no había buscado un lugar donde dormir, aunque
realmente no le preocupaba mucho. Bastaba apartarse un poco de ese
mar de gente y enredarse en su cobija en cualquier rincón. Por lo
pronto tenía el ánimo alegre y nada que hacer hasta el momento de
emprender el viaje de regreso.
Caminó
sin llevar un rumbo definido, siguiendo el sonido de una canción que
le gustaba y que podía distinguir entre toda la maraña de sonidos
que a esa hora se tejían en el aire. —Dame el gusto mujer de
tomar y gozar de la vida—. Escuchó más claramente la canción
y se detuvo a averiguar dónde estaban los músicos y hacia allá
encaminó sus pasos. Un escenario improvisado donde tocaba un
conjunto de bajosexto y acordeón, carpas con marcas de cerveza,
mesas, hieleras y un ambiente muy alegre de cantina improvisada y
salón de baile al aire libre lo hizo decir para sí mismo, de aquí
soy y aquí me quedo un buen rato.
Era
más un hombre de trabajo que de fiesta, no era muy dado a las
borracheras, pero esa noche se sentía muy contento. De cualquier
modo era bastante sensato y sabía que era mejor cuidar su poco
dinero, así es que se propuso escuchar la música un rato, tomar un
par de cervezas más y hacer una prudente retirada.
Cerca
de la media noche reinaba la alegría en el pueblito de El Tizonazo.
Se habían consumido ya litros y más litros de cerveza y tequila.
Los conjuntos de música no paraban de sonar en varios lugares y
había quienes expresaban su alegría con descargas de balas al aire.
Fue la hora en que decidió que era mejor buscar un lugarcito para
pasar el resto de la noche y descansar.
Mientras
caminaba hacia una lomita que pensaba remontar para buscar un lugar
abrigado lejos del bullicio, escuchó una descarga de seis tiros al
hilo y varios gritos de alegría. A lo lejos respondieron con otra
descarga y más balazos de un lado y de otro. —Que se sigan
divirtiendo. Para mí se acabó la fiesta por hoy— Pensó en voz
alta como si alguien pudiera escucharlo. Y parecía que sí, porque
en ese momento otra descarga rompió el aire y un instante después
un solo balazo aislado.
Al
momento sintió que algo le quemaba la garganta. De pronto no
entendió de qué se trataba y llevó sus manos al cuello como un
reflejo destinado a aliviar ese dolor ardiente que iba haciendo que
se le nublara la vista. Sintió sus dedos mojados y mientras caía
lentamente se dio cuenta de que una bala perdida lo había alcanzado.
José
Encarnación González quedó tirado en el suelo con los brazos en
cruz. Se había cumplido un año y seis meses de aquella promesa
hecha al Señor de los Guerreros, cuando su hijo, recién nacido,
estuvo a punto de morir por una enfermedad que él desconocía.
“Santo
Señor de los Guerreros, salva a mi hijo y te prometo que iré
caminando a verte hasta El Tizonazo… Por favor, hazme el milagro,
si quieres toma mi vida, pero haz que mi hijo se salve…”
Antes
de perder definitivamente la conciencia, José Encarnación recordó
palabra por palabra la oración pronunciada un año y seis meses
atrás, con toda la esperanza y la fe de un hombre devoto.
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